Por amor al cambio

05.04.2021

Cuando hace unos años pusimos en marcha nuestros Quiero filosofía la gente nos preguntaba por qué lo hacíamos. Por el placer de hacerlo. No convencía.

No es fácil abstraerse del utilitarismo que nos rodea. Los afterworks son lugares fantásticos para hacer negocios. La economía de la naturaleza cada día puja con más fuerza y nos cuesta definirnos más allá de nuestros trabajos.

La vida no tiene ningún sentido. La vida simplemente nos hace ser. Un puto regalo fruto de la casualidad infinita, la química, el deseo. ¿Qué hacemos con ese regalo?

La magia nos ha traído hasta aquí. Somos diosas, dioses. Tenemos el poder de la vida y la muerte. En nuestras manos está arañar una sonrisa o provocar llanto. Podemos crear o destruir. En ocasiones vivir nos duele, pero incluso ahí, somos arboles con raíces fuertes con el poder de la sombra.

Me gusta el olor a tierra mojada. ¿Qué utilidad nos damos?

En “La utilidad de lo inútil” de Nuccio Ordine, Tolstói nos dice: “lo útil es solo lo que puede mejorar al hombre”. Una invitación a viajar a nuestro interior a través de la moral, alejados de un progreso siempre tecnificado. Y pensábamos que esto es nuevo.

Los teóricos de la economía del decrecimiento insisten en el placer intangible. El consumo y disfrute de experiencias inmateriales que no impactan en el medio ambiente y están alejadas de la espiral depredadora de nuestro querido sistema capitalista. Bienvenidas, bienvenidos a la Economía del SER.

Me gusta pasear por la montaña. ¿Qué utilidad nos damos?

Hace unos días en El País se decía que para hacer frente al cambio climático es urgente armonizar políticas de mitigación y adaptación. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU y el Banco Mundial lo tienen claro. Jorge Riechmann, filósofo y ecologista, habla de la “era de las consecuencias” en este mismo artículo de mi amiga Brenda Chávez.

El otro día Marina me preguntó cuáles eran mis colores favoritos. Me hizo una pulsera. ¿Qué utilidad nos damos?

Hace años hablando con un amigo me explicaba como a los urbanitas se nos habían acostumbrado los ojos a mirar de cerca. Habíamos perdido el hábito de mirar al horizonte. Pantallas, edificios, paredes, … Tiempo después paseando por una playa en Cabo de Gata me acordé de aquella conversación y me di cuenta de que lo único que hacia era mirar como mis pies caminaban por la arena. Mis ojos buscaban de forma instintiva un plano corto en el que fijarse. Me senté en la orilla y me obligué a mirar al horizonte. No fue fácil, los ojos se venían a la orilla con las olas. Entonces ocurrió, allí a lo lejos un delfín jugaba.

En un debate que organicé en el Reina Sofía sobre el Arte Urbano se reflexionó sobre cuándo a una obra/ pieza se la podía considerar arte. Una de las aproximaciones que salió fue algo así como: “toda obra que entra a formar parte la industria del Arte”. No soy artista ni formo parte de su industria, pero me gusta pensar en la belleza y sus infinitas formas y miradas. La belleza como lenguaje universal, esa que juega con la razón, abre el alma y nos devora las tripas. No podemos vivir sin ella.

No sé dónde nos llevará La Revolución de las Emociones, pero sí que nos acompañarán la belleza y el amor al cambio.

Diosas, Dioses. Nos necesitamos.

 

Jose Illana

Anhelista y curioso.